saliendo, aquel día, tenía muchas ganas de estar sola. fui al mar. me dejé las chanclas puestas aunque no me gusta que la arena raspa cuando se dejan puestas. iba caminando tan lento que no importó mucho.
como era temprano había miles de sillas vacías. me encontré una botella de agua cerrada. todo el litro. la agarré, y me senté a ver el mar, o el horizonte, ya no me acuerdo. traía un chingo de cosas que me estorbaban. no me había planeado ir a la playa. me moría de calor. sin lentes y casi ni podía abrir los ojos.
todo parecía como sacado de un sueño. en colores distintos. decía la palabra una y otra, y otra vez adentro de mi cabeza. escuchaba como sonaba, y algo le contagiaba a mi lengua las ganas de pronunciarla para afuera. nunca se va a volver a escuchar esto afuera mío. siempre va a ser adentro. siempre.
de entre un grupo de personas que salían de las olas, apareciste tú. te acercaste sigiloso. tu mirada iba de la arena a mi cara, y de mi cara a la arena. me saludaste con un beso en la boca. me encantó, primero porque me encantas tú, segundo porque casi nunca lo haces, y tercero porque tenías tanto sabor a sal que era casi como si yo hubiera estado nadando. como si en la mañana te hubiera pedido que me trajeras el mar, y además, además, me lo hubieras traído en un beso.
-¿dónde estabas?- te sentaste junto a mí sin tocarme.
-allá- te dije.
en eso, te cambió la cara. alargaste una sonrisa dulcísima.
-sé lo que sientes. qué lindo. ¿no quieres estar a solas?- dijiste.
yo había cambiado de parecer.
-no- te contesté.
-segura?
-sí, acompáñame un ratito.
te cambiaste a una silla junto a la mía. no nos dijimos nada por un rato larguísimo.
-qué sed...
-tengo agua. toma. ya me voy.
-¿me la dejas?
-sí.
-linda.
-te busco después.
-dale.